miércoles, 29 de octubre de 2008

CHARLA DE ROSI ALMEIDA A LAS VOLUNTARIAS




LA ORACIÓN DE LA DECISIÓN[1]



Los tiempos y momentos de una vida humana no son siempre iguales. El del físico y del relojero, siempre son iguales.
Pero en la vida íntima del hombre, es de otro modo. Hay momentos vacíos; otros indeciblemente llenos. Hay momentos en que nada pasa, aunque se quiera. En otros, parece que todas las fuerzas interiores. Son energía concentrada, y que determinan la vida para siempre o para un largo período.
Aquí se incluye el ser humano total, con su pasado entero, desde cuya experiencia actúa; y con su futuro que desde ahora determina y anticipa. Son momentos de decisión. La elección de carrera, el SI que une nuestra vida a la suerte de otro. El del voto a Dios.
Tales momentos de decisión no siempre están rodeados de exterior llamativo, ni vinculados a ceremonias externas. Pueden sobrevenir en un inquietante silencio, sin el menor ruido, como la cosa más natural, sin anunciarse, totalmente de improviso. Así de repente, el curso de la vida que marchaba monótono, por cauces ya hechos, experimenta un brusco viraje. De pronto se presenta una situación en la vida, en la que el hombre interior se juega la suprema carta, aunque exteriormente todo continúa como hasta ahora, cotidiano e inocuo; Se decide por ejemplo si se aprovecha la ocasión decisiva para la formación del carácter, o se deja pasar esta ocasión, que tarde o nunca volverá.
Estas horas, estos momentos son los que Rahner llama “momentos de la decisión”. Son los momentos que nos ponen cara a cara frente a Dios. Presiente el hombre en aquel indefinible e inexplicable sentimiento que le asalta cuando se encuentra con Dios. Es que Dios toca nuestro ser. Porque efectivamente esta situación de la decisión, bien mirada, no es una situación que el hombre se proporciona a sí mismo; viene más bien sobre él; viene traída por Dios.
Este momento de decisión, es siempre una respuesta decisiva a la pregunta que Dios nos dirige, a su amor invitante, a la pregunta de la fidelidad incondicional a su voluntad. Estos momentos de la decisión son momentos de Dios. La mirada de Dios se clava en nosotros y nuestra mirada se encuentra con la suya.
Mas si en tales momentos las miradas de Dios y el hombre se encuentran, esos momentos son propia y verdaderamente oración; y por supuesto, que la respuesta correcta es la del amor. Pues Dios pregunta con el suave ímpetu de su infinito amor, que es acuciante e inefablemente discreto. Por supuesto si el hombre dice SI, ¿de qué otra manera se puede llamar, sino de oración?
Hay pues oraciones de la decisión, porque las decisiones bien encaminadas son siempre oración. Porque se realizan ante Dios y tocan a Dios. Consideremos tres particulares casos de estas oraciones:
La oración en la tentación
La oración en la decisión de los tiempos actuales
Y la decisión en la hora de la muerte –que no la vamos a tocar, solo enunciar.
ORACION EN LA TENTACION
Prueba y combate es la vida del hombre sobre la tierra. Esta es nuestra situación vital sobre la cual nada valen las quejas y lamentos; que debe ser simplemente mirada, aceptada y afrontada. Y esta tentación al pecado, no siempre igual ni la misma para todos, es autentica tentación. Cae de improviso, por supuesto tiene en cada uno de nosotros, sus aliados: el hambre de placer, la tristeza y melancolía de la vida que reclama un estupefaciente; la fe en lo palpable; las reservas y desconfianzas frente a un más allá, que no se ve; la extraña facilidad de falsificar la moneda moral, que hace de lo bueno malo y de lo malo bueno. Esto no sólo para los demás, sino también para sí mismo. Falsificación que tiene lugar ya al primer comienzo de nuestro juicio ético en aquellos presupuestos morales que damos por evidentes, sin someterlos ni quererlos someter a discusión; falsificación radical, que nos sólo manipula con malas artes las medidas, sino que altera las mismas medidas, hasta transfigurar, como por are de magia, la propia conciencia, el pecado y lo torcido en virtud y probidad.
La tentación es auténtica tentación. Cuando se echa sobre nosotras, grande y decisiva, nos encuentra débiles, demasiado débiles. Y no es que hayamos de sucumbir necesariamente ante ella. Pero sí, que las grandes y decisivas tentaciones nos derribarán con seguridad, si en el mismo proceso y desarrollo de la tentación no nos hacemos más fuertes.
No tenemos en principio, inmediata disposición para vencer; no estamos en plena posición actual de las energías morales, de todas aquellas reservas que necesita para superar de modo decisivo y sostener el peso de una tentación verdadera, total.
Casi inevitablemente se dan en el hombre tiempos de aflojamiento de espíritu, tiempos de frialdad, de cierta apatía y tedio, tiempos en que Dios, la vida eterna, la luz de la virtud, de la pureza, de la justicia, de la fidelidad, etc., aparecen como bellas y lejanas formas, como un lujo que no se puede uno permitir en estos tiempos.
Tiempos en que por el contrario, lo inmediatamente palpable y gozable, el placer, el éxito, la riqueza, la comodidad se presentan claros y poderosos. Realmente nos han invadido sangre y alma; han solicitado nuestro deseo, se han insinuado con su invitación, han entrado antes de preguntarnos qué actitud tomaremos en este cambio de rumbo que la vida nos plantea.
Es como si la auténtica tentación, antes de atacar oficialmente, ya se ha infiltrado en nuestra alma como una “quinta columna” y menguado nuestras resistencias.
En tal situación, nos sorprende la verdadera tentación. Venceremos sólo si durante el combate, adquirimos fuerzas de refresco. Si seguimos con la misma situación espiritual, caeremos de seguro. Cualquier indolencia, comodidad, significa que NOS VENCERÁ. No saldremos victoriosos.
Toca crecerse en el ataque. La anchura de la eternidad debe ser nuestro campo de batalla, escogido por nosotros mismos, y dictado a la tentación. Debemos tener en la lengua el sabor de eternidad. Debe invadirnos una pasión salvaje por Dios, un celo indómito. Deben alzarse los valores de Dios. Debe levantase en nuestro corazón, gracia y libertad, ira contra nosotros mismos, contra la trapacería que falsifica las medidas cuando nos resultan incómodas. Indignación contra nuestro corazón que codicia consuelo en vez de fidelidad. Sólo entonces, la tentación será vencida, en realidad, ya está vencida.
Pero ¿cómo salir de esta situación, como podremos transformarnos, de la ordinariez, de la mediocridad del “cada día”, invadidos por el atractivo del pecado, sin saber donde nos encontramos si en el reino del despótico y brutal instinto, o en el de la conciencia, tan débil y soterrada?
¿Cómo se transformará este hombre o mujer de tierra en el hombre y la mujer de Dios, en cuyas manos pone de pronto el ángel la espada de fuego y le viste la túnica de la claridad y dulzura de Dios?
Esta transformación no se dará si nosotros, torpes e indolentes, comenzamos a discutir con la tentación, porque capitularemos frente a ella. Si aspiramos a no caer, pero no a superarnos; si aspiramos a no ser vencidos, pero acampar lo más cerca posible del enemigo.
ESTA TRANSFORMACIÓN SUCEDE SOLO CUANDO ORAMOS. Mientras la tentación se clava en nuestra carne, póngase entonces también en movimiento lo que en nosotros hay de más íntimo. Comience furioso y resuelto a clamar como clama el que se haya en angustia de muerte. Sí. A gritar a Dios con ira y dureza contra la propia carne y el tentado espíritu. Corra nuestra mujer u hombre interior a refugiarse en Dios. Huya de su debilidad con la fuerza de Dios; del peligro de la propia infidelidad, con la eterna fidelidad de Dios. Mendigue el amor, invoque con ayes de dolor al Espíritu Santo. Implore la eficacia de la muerte de la cruz de Cristo, de la que saca el hombre valor para morir la muerte de la renuncia al hombre de vivir para abrazarse con la vida de la justicia, de la verdad y de Dios.
En la tentación no se ha de hablar con la tentación, sino hablar con Dios, no sobre la tentación, sino con Dios de Dios, de su gracia, de su amor y de su vida. Si la serpiente habla, que no encuentre quien la escuche ni dialogue con ella. El por qué no sea para estimular a la serpiente, sino para hablar con Dios de la única y eterna razón de la ley: adorar esta razón última, razón de todas las razones, la voluntad santa de Dios, y encaminar hacía El todos los anhelos del corazón.
Sólo el que ora, aguantará la tentación, porque sólo por la oración recobra el hombre, la santa simplicidad de los hijos de Dios, que no comprende la solicitación del pecado, sino que más bien la desprecia.
La auténtica tentación nos encuentra siempre más débiles de lo que debiéramos ser; de lo contrario no le haríamos eco, desde dentro, de nuestro apetito e inclinación. Si nos inclinamos a Dios, de nuevo, esto es ORACION.
Por ello, ora en la tentación, aprende a orar. No te digas a ti, ni a Dios, que no puedes. No te digas a ti. Di a Dios, dilo alto y siempre y siempre; obstinamente: Sólo sin Ti, no puedo estar, ni vivir, ni ser! Dile a lo que renuncias: ¡tu eres la aurora de la verdadera vida que en esta muerte comienza a vivir!
Clama por la firme claridad que no se deja ofuscar cuando la tentación se transfigura en ángel de luz, cuando el hombre y la mujer que hay en nuestro interior, y que es todo mentira, sabe colorear con mil razones nuestro caso, para hacernos creer que no tiene allí aplicación la común ley de Dios; cuando enhila un sutil y hasta piadoso discurso, para convencernos de que nuestra situación es excepcional y que no hay que medirla con las medidas corriente.
Oremos para estar en forma contra la mística del pecado que S. Pablo ya condenó cuando dijo. ¿“Habremos de seguir pecando para que sobreabunde la gracia en nosotros? Jamás (Rom. 6, 1). La gracia de Dios puede levantar muy bien al pobre pecador de su caída; ¡Ay de aquel que una vez caído, no quiere creer esto, que no quiere que Dios sea más grande que su culpa! Pero, ¡Ay de aquel también que estando en píe, quiere caer para dar ocasión a Dios de volverle a levantar! ¿De dónde sabemos que Dios nos levantará en efecto? ¡Hay pecados contra el Espíritu Santo que no son perdonados ni en este mundo ni en el otro! El que quiere gozar de la salvación a fuerza de caer, no está en verdad lejos de tal pecado. Y hoy acecha a muchos esta tentación. ¡Pidamos luz en la tentación!
Hemos de procurarnos un interno aparato registrador que nos advierta cuando están en baja la fuerza y la alegría de nuestra alma, el bienestar interior que da la salud espiritual y el frescor de la vida; que registre puntualmente cuando entran en su lugar el mal humor, la flojedad, la irritabilidad, acidia, el tedio y hastío de las cosas espirituales, que advierta cuando se evapora o enflaquece nuestro amor a Dios y su carta comienza a oprimirnos en vez de sernos dulce y ligera.
Este aparato nos debería despertar para implorara de Dios, en la oración, a tiempo, sin angustia, y con gozosa confianza, aquella interior solidez y firmeza, cuyo enflaquecimiento hemos advertido. Esto tiene su aplicación mejor que nunca cuando una tentación nos ha hecho ver que comienza en nosotros un estado de debilitamiento del hombre o la mujer espiritual. Entonces es justamente el caso y el deber de buscar a Dios. Acercándonos más a Dios es como huiremos del cerco fascinador del mal, si no, poco a poco, pero seguramente, envenenará nuestro espíritu, corazón y alma.
El que no quiere sucumbir a la tentación, pero tampoco quiere disipar por medio de la oración aquel clima de tibieza y flojedad interior tan propicia a la tentación, no saldrá victorioso. Porque ha desconocido la más honda esencia de la tentación. La tentación es siempre, en efecto, una invitación del amor divino. Y la respuesta a esta invitación se llama propiamente oración.
Oración al menos en alguna de sus múltiples formas. El que sufre bajo la presión de importunos pensamientos o impulsos del instinto, no será muchas veces lo mejor que ore expresamente en el sentido ordinario de la palabra, pidiendo ser liberado de la tentación, con ello podría para su mal, enredar aún más su interior atención en la trama de aquellos pensamiento e impulsos. En tal caso la oración indicada es la alegre confianza y seguridad en Dios, la despreocupada paz con que el hombre mira inconmovible el mundo libre de Dios y atiende a su trabajo, despreciando los terrores nocturnos de su interior, y entonado pasa al orden del día. Pero aun esta táctica de lucha espiritual, es también un buscar con la mirada a Dios, es oración.
Un momento de la decisión es el asalto del enemigo a nuestra alma. Y en él vence el que ora. Porque está escrito: “Vigilad y orad para que no entréis en la tentación” (Mt. 26, 41). La oración en la tentación, es por tanto, una oración en la decisión.
ORACION EN LA DECISION DEL TIEMPO PRESENTE
Sobre esta oración en la decisión del tiempo presente. Estos años que nos han tocado vivir, son en la larga historia de la humanidad, más que muchos otros tiempos, un momento de decisión. Mucho ha sido ya decidido. El centro del mundo ha caído del Occidente. Este lugar que para el que fueron las promesas de Dios, porque había que llevar el nombre de Cristo ante los reyes y pueblos de la tierra, se había convertido en la “señora del mundo”. Se traicionó la misión de Dios con la desgarrada unidad de la cristiandad, con la adoración del becerro de oro, con la soberbia de la razón increyente, con la sustitución de la Cruz de Cristo convertida en cruz gamada. Por ello, la misión de Dios y su gloria sobre la tierra están a punto de ser confiadas a otros pueblos que den con más voluntad, los frutos del Reino.
Han cuajado ya algunas decisiones, otras están entabladas de modo misterioso, la implacable lógica de la Historia y la conducción de la Humanidad al Reino de Dios, llevada por la mano más fuerte de su inexorable amor. Virajes históricos que encierran un “santo” deber, que no nos es permitido interferir.
Pero en medio de estas ya consumadas decisiones, con ruta ya prefijada, existen anchurosas posibilidades que serán llenas, o quedarán vacías, según el modo como nosotros mismos nos decidamos ahora en estos precisos tiempos. Según oremos o no. Posibilidades en las que aún se habrá de revelar la fidelidad no desdecidida de la divina vocación que aún llama al mundo y también a nuestro Occidente. Posibilidades de ulteriores maldiciones o bendiciones terrenas. Posibilidades de una efectiva paz o de nuevas guerras. Posibilidades de nuevas vocaciones para la acción y el trabajo en el Reino de Dios. Posibilidades para el bien y para el mal, para la felicidad o para la desgracia, que marcará nuestra personal y cotidiana suerte terrena.
Queda aún un signo abierto. Si nos hemos –el Occidente- quebrado como vaso precioso de alabastro del Evangelio, para que ahora se difunda su perfume, el olor de su fe, de su espíritu y de su historia, y llene de fragancia la casa del mundo entero. O, si se quebró como un tiesto viejo y ya para nada útil, derramado y vacío, como vaso de inmundicia.
Queda aún en signo abierto, nos dará Dios una tregua de paz, para volver en sí y considerar su verdadera vocación –la de estos pueblos del amor de Dios – que es simplemente ser cristianos, persuadidos de que todo lo demás se les dará por añadidura. O, si junto con los pueblos de la Cristiandad tradicional, especialmente los de Europa, se pudrirá poco a poco como tierra de pueblos degenerados, que se han hecho pordioseros en cuerpo, alma y espíritu. Otra vez en campo de batalla, en sangre y lágrimas, antes que Dios haga brillar sus nuevos tiempos, o el último día. O si… en fin, quién podrá vislumbrar las posibilidades de Dios que obedecen a su voz.
Sólo una cosa es segura. También puede Dios, a pesar de las –necesidades históricas- , que para Dios, el Señor de la Historia, están siempre de mil modos abiertas, puede decirnos, lo que dijo al pueblo de la alianza: “Mira yo te pongo hoy delante, la vida y la dicha, la muerte y la desgracia … yo invoco por testigos al cielo y a la tierra contra ustedes, vida y muerte, bendición y maldición, te he propuesto hoy. Elige, pues la vida para que permanezcas en la vida, tú y tu descendencia. Ama al Señor tu Dios, obedécele y sé a El sumisamente fiel. Pues de ello depende tu vida y la larga duración de tus días”. Deuteronomio
Mucho queda a nuestra elección. Mucho nos ha acuciado, por boca de su Madre, a esta oración que ha de elevarse en la historia de hoy, con una poderosa fuerza.
¿Oraremos pues? ¿Querremos orar como Cristiandad y como pueblo, orar mucho, orar desde lo más hondo, orar por el Reino de Dios y por una nueva bendición para nuestro pueblo? Por el momento no sabemos cómo se hará. ¿Oraremos con firmeza y seguridad de la fe que espera contra toda esperanza?
O, permaneceremos duros e insensibles, indiferentes y perezosos como gente que sólo se preocupa de salvar del general incendio, la bolsita de sus propios intereses, sea cuál sea la suerte de los otros y del pueblo.
Esperará cada cual para orar, a que los otros, todos los otros hayan comenzado a hacerlo, porque nadie quiere asumir la responsabilidad de esta oración de la general decisión. ¿Porque –como en el pasado- cada uno reconoce su deber como suyo cuando ya todos lo han reconocido, y ha dejado ya de ser peligroso y comprometido?
Vivimos tiempos de decisiones para la entera historia del mundo. Seres tales, por la oración, que aquellas decisiones puedan de veras ser la respuesta de la misericordia de Dios a nuestra oración.
ORACION EN LA DECISIÓN DE LA MUERTE
Una tercera oración que no la tocaremos, si enunciar, es la hora de nuestra muerte. Momento de decisión por sobre todas las otras cosas. Aquí hablaremos cara a cara: Dios y cada uno o una. Una palabra que permanece y nunca más se extingue. Que queda resonando en el oído y corazón, ahora y para siempre.
Conviene tener encendida la lámpara de la fe y del amor, permanecer siempre y en todo momento armadas con el óleo de las buenas obras, estar siempre en vela, para que al venir el Señor no nos halle dormidos. Por eso, ahora y a menudo, tenemos que orar y siempre la oración de la decisión, tal como la quisiéramos rezar en aquella única hora de nuestra muerte.
“No permitas que jamás me aparte de Ti, y cuándo yo quisiera dejarte, Dios mío, entonces Tu no me dejes; y sujeta Tú, Dios de los corazones, de los débiles y de los audaces, sujeta Tu también mi rebelde corazón a tu servicio, con la omnipotencia de tu gracia suave y fuerte.”
Bien se puede convertir en una oración cotidiana. Conviene orar siempre y no desfallecer.
[1] Del libro “De la necesidad y don de la oración” de Karl Rahner, SJ
Selección hecha por de Rosi Almeida

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